Era un invierno de agosto cuando el frío se hace cruel
y despedaza la piel si andás con trapos angostos.
La Mayora se enfermó de una gripe fulminante
caminaba vacilante y la fiebre la tumbó.
De pronto un frío corrió por su espalda, abrasador,
y luego un fuerte temblor las piernas le doblegó.
A la cama la tiró y, sin poderse mover
a un gurisito mandó que alguien la viniera a ver.
Acudió, como es de creer su hermanita La Menor
con andar conmovedor para poderla atender.
Encontróla medio muerta, boqueando sobre la almohada,
¡Era grande la cagada! Y, abriendo un poco la puerta
la moza se quedó al lado a cuidarla con fervor.
Ya llamaron al Doctor, le pusieron inyecciones,
y a todo esto La Menor se hacía las ilusiones
de verla pronto consigo encaramada a algún coche.
Le hubo de pasar la noche en medio de los quejidos.
La consumía la fiebre, no la dejaba dormir.
Dijo que se iba a morir igualito que una liebre
cuando le rajan de un tiro la frente o el triperío,
pues el mal que la acosaba era fuerte, no pavada.
No desesperes hermana- la calmaba La Menor-
No ha de pasarte lo peor mientras te cuide, en la cama.
Tu vida Dios ha’i salvar pues, aquí te necesita
noble, humilde maestrita que bien sabes enseñar.
Y fue así que al día siguiente cuando el sol se despuntó
de su catre ella saltó para lavarse los dientes.
De repente a La Menor el alma le volvió al cuerpo,
viendo como La Mayor recuperaba el aliento.
Y temprano, sin pereza para la escuela salieron
bien ataditas las trenzas paso a la ruta se abrieron.
Ya no quieren recordarlo a tan doloroso evento
pero había que anotarlo en el libro de los cuentos.
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