Ocurrió que en una siesta, estando desocupadas
porque ya no hacían nada, las invitaron de pesca.
Les dijeron que en un río de aguas barrosas y turbias
en esas siestas de estío paseaban las carpas rubias,
y se podían pescar con suerte, usando las uñas.
Las muchachas afanosas ya se encendían de gozo
y preparaban las cosas dirigidas por un mozo,
que jugándoles a risa les contaba de otras veces
que había traído peces para todo el que precisa.
Y las sacó empaquetadas, río arriba, cual si nada,
la alpargata que llevaban les entró a juntar arena
y a pesarles, ¡hay! qué pena como si plomo acarrearan.
Y ahí las abandonaron junto a una triste playita
como mojones quedaron varadas las chancletitas.
Y ya empezaron a ver que se venían los peces
a chucearlas por los pieses, ¡Si parecían torpedos!
Y así entre saltos y risas ya tiraban la camisa
pues, el sol, la falta’e brisa y la hora poco indicada
les obligaba a soltar sudor en cada estocada.
Una llevaba una horquilla, la otra blandía una chuza,
y como un par de lechuzas caminaron una milla.
La Menor se adelantaba, y a los moncholos pasaba
y desde allá, a las risadas, cual majada los arreaba.
Los otros los atajaban a los gritos y chuzazos
¡si ya ni aliento tenían de tanto tirar lanzazo!
El mozo no erraba intento y las chicas, ya agotadas,
con el pescao a los tientos, no podían sacar nada.
Y al regresar a la raya de donde habían partido
una, casi se desmaya, la otra, perdió el sentido.
El mozo ya las soplaba, les sacudía las alas,
ya les indicó una planta de frutas que no eran malas.
Y ya volvieron a sí, se treparon a las moras
y pasó una larga hora antes de salir de allí.
La Mayora le explicaba que coma las más negritas
y La Menora engullía hasta las ramas tiernitas.
Y así entre puñaos de moras, entre cantos y risitas,
de volver llegó la hora al caer la tardecita.
Los pescados ensartaron en ciertas raíces largas
de unas acacias amargas que allá en la costa encontraron,
y los llevaban colgando, mientras, la cola meneando
ascendían las barrancas,con un bidón en las ancas
de agua, que se iban tomando.
Y llegaron a la casa, y contaron la aventura,
la carne se repartieron con regocijo y cordura.
“A mí dame aquella gorda”. “A mí, aquella más dorada”,
“Vos, tomá esta colorada, dejá de hacerte la sorda”.
Si un vecino se acercaba tan sólo por curiosear,
o, por asomo, pensaban que algo les iban a dar,
las avarientas mostraban tripa y escama, no más.
Tenían que escabechar y guardar para el invierno
cuando el pasto no es tan tierno y ya no hay qué morralear.
Ya acomodaron las redes y guardaron los arpones
y enfilaron muy contentas a dormir en los galpones.
Y d’esto han pasao los años. Ellas suelen recordar
como imágenes de antaño cuando fueron a pescar.
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